Una de las opiniones mas sostenidas sobre la construcción europea tienen su origen en uno de sus fundadores, Jean Monnet: “Europa avanza en las crisis”.
Es difícil ser más optimista y positivo, y mirando hacia atrás, a los años 50 del pasado siglo, hasta los mas escépticos reconocerían que el proceso de Unión Europea ha sido un éxito. Además, todo ha sucedido con la sensación generalizada de que todos los países eran ganadores. La integración económica, social, comercial y política producía más que la simple adición de los países por separado.
Un ejemplo del internacionalismo en todos los ámbitos, es el que sucedió a la II Guerra Mundial. Un ejemplo pero no el único. Los países emergentes también aceptaron esta teoría sobre el crecimiento por la integración. Hasta los países comunistas intentaron a su manera esta gran teoría política internacional del siglo XX aunque su fracaso económico y social acabó frustrando el proyecto comunista. Alianzas militares, comerciales y regionales florecieron en todos los continentes, en cierto sentido siguiendo al ejemplo de lo que sucedía en Europa.
El año 2016 se acerca a su fin asentando una nueva teoría basada en la creencia de que las sumas entre países siempre dan cero: lo que gana uno, otro lo tiene que perder. A la luz de esta creencia podemos entender el Brexit, la presidencia de Trumpy la posición geopolítica de Putin.
Seguramente muchas de las cosas que pueden pasar en un futuro próximo tienen que ver con esta visión, no nueva pero que se creía superada. El intento de resolver la crisis del euro desde 2010 se explica por la creencia de los países acreedores dentro del euro que poco tenían que ganar resolviendo los problemas de los deudores o por lo menos dándoles tiempo para hacerlo.
La incapacidad de hacer frente al problema de la inmigración, integrándolo en una política sobre el envejecimiento, indica que ya no se cree que los cambios sean para mejor. Y son los países más ricos los que primero están abrazando la desconfianza hacia la integración.
Incluso ahora la necesidad de dotar al euro de los instrumentos que asegurarían su supervivencia en un mundo mucho menos internacionalista, se rechaza. Así, la unión bancaria está estancada y una política presupuestaria común está tan lejanacomo siempre, incluso la política comercial se ha nacionalizado al exigir los alemanes que los parlamentos nacionales ratifiquen los tratados firmados por la UE. Nos guste o no, la zona euro tiene un crecimiento bajo, con poca inflación, problemas bancarios aún en varios países, altos niveles de deuda, aversión a los estímulos fiscales pero con el BCE ya casi sin más capacidad. En este contexto, la negativa a profundizar su estructura deja a la Eurozona pobremente preparada para absorber un cambio de ciclo.
El intento de la presidencia norteamericana de Donald Trump de alargar el ciclo heredado de Barak Obama no evitará que el ciclo, que comenzó en EE.UU en el 2009, finalice. La posibilidad de la zona euro de tener un ciclo distinto del norteamericano no es algo seguro ni mucho menos.
En un principio, un dólar fuerte y una economía norteamericana boyante pueden ser positivos para una zona euro con superávit exterior del 2,5%, como pueden serlo para otras zonas del mundo. Aquí se encuentra una de las contradicciones de Trump:EE.UU tiene déficits comerciales ininterrumpidos desde 1975; no tanto porque sus socios comerciales tengan monedas depreciadas sino porque su tasa de ahorro doméstica es escasa. Trump no plantea una política de más ahorro sino de más gasto y de medidas proteccionistas, que está por ver hasta dónde podrá desarrollar. Su abandono del tratado de libre comercio del Pacífico va a ser la primera prueba.
El calendario político de la zona euro no es alentador para una mayor integración, sino al contrario. El deseo de un mayor control nacional de las políticas está yareduciendo el papel de la Comisión Europea, que se ha convertido en sinónimo de unapoderosa burocracia distante e incontrolada.
Este nuevo entorno creyente de que poco hay que ganar con las integraciones, es especialmente relevante para los países periféricos del euro. La integración económica actual, política e institucional es posible que no se reduzca, salvo que haya un gran cambio político en Francia o en Italia, pero tampoco avanzará.
Hay lo que hay. Estamos en tiempos de introspección y habrá que apoyarse en las fuerzas internas. Y aquí Alemania tiene un papel preponderante: con un superávit exterior del 9%, el mayor del mundo, tiene un ahorro interno suficiente para dinamizar su demanda interna. Pero no quiere. Al revés, busca que todos los países de la zona euro vayan hacia el mismo modelo de ahorro y exportación. Una vez más, en Alemania, el peso del pasado es determinante: la humillación que sufrió al principio de la era euro de ser “el enfermo de la zona” al no poder reducir su déficit público, llevó a Alemania a prohibirlos en su Constitución.
Mal modelo para los tiempos que vienen.