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Esta semana se ha cumplido el primer aniversario de las elecciones presidenciales norteamericanas, que iba a ganar Hillary Clinton pero ganó Donald Trump.

La superprofesional de la política perdió frente al ‘outsider’, que todavía en agosto 2016 tuvo que cambiar al director de su campaña, la cual acabó siendo la ganadora desde un extremo ideológico frente al centrismo demócrata. Según pasa el tiempo la ultrarrevisionista sociedad norteamericana ya nos ha ofrecido muchos por qués de aquella victoria. Entre otros, una mejor utilización de la segmentación del voto utilizando el ‘big data’ e Internet. Trump no era, ni es un político experimentado pero tiene otras habilidades de hombre de negocios neoyorquino que a veces funcionan.

En estos 12 meses Trump no ha dejado indiferente a nadie, empezando por los aliados domésticos e internacionales. Ha renovado ya una vez su equipo central de la Casa Blanca sin miramientos (“you are fired”, como decía en su reality show). En política interior le va mal, en la exterior regular, la situación económica va muy bien como a todos los países desarrollados, los mercados financieros no muestran desconfianza, sino al contrario –están en máximos históricos de valor con mínimos de volatilidad–. La división de la sociedad norteamericana era ya tremenda durante la campaña presidencial, pero parece haber aumentado con dos realidades opuestas dependiendo de si se ve CNN o Fox News. Hace pocos días el presidente pedía que el Departamento de Justicia de su Gobierno y el FBI investigaran a su ex-oponente Clinton en vez de a su equipo por la injerencia rusa en la campaña. En las mismas fechas se negó a respaldar a su secretario de Estado, Rex Tillerson, con un “ya veremos” como respuesta sobre su continuidad en el gabinete. Hace pocos meses hizo lo mismo con su fiscal general, Jeff Sessions.

Su mayor problema interno se llama Robert Mueller

Sus ratings de aprobación popular son inferiores al 40%, aunque entre sus votantes lleguen al 80% aunque bajando. En las últimas semanas los republicanos han perdido los gobernadores de dos Estados, Virginia y New Jersey. Pero sin duda su mayor problema interno se llama Robert Mueller, el fiscal especial sobre el Rusiangate. Mueller ya ha imputado a su ex jefe de campaña Paul Manaford, ronda a su primer consejero de Seguridad Nacional, Mike Flyn (que apenas estuvo 24 días en el cargo). Los rumores son que la familia y los negocios del propio presidente Trump están en el punto de mira del fiscal, incluidas sus declaraciones de impuestos que tanto ocultó durante la campaña. Se buscan las huellas rusas, dinero o propaganda. Como en escándalos presidenciales anteriores, su primer efecto es dificultar hasta paralizar la capacidad política. Nuestro protagonista está demostrando tener piel de varios elefantes, pero su falta de disciplina en las declaraciones públicas se ha convertido en su peor enemigo, sin que parezca que nadie pueda embridarlo.

La batalla de los lobbies se anuncia épica

Las relaciones con su propio partido, el republicano, tampoco son un dechado de tranquilidad. Algunos senadores y congresistas que ven peligrar su reelección por oponerse a Trump se despiden con una batalla verbal que él no rehúye. Su agenda doméstica se embarró en la inmigración y la reforma sanitaria. Ahora, al fin, una reforma fiscal está sobre la mesa, con un coste astronómico de tres billones de dólares para financiar la reducción del impuesto de sociedades del 35% al 20%, recortar los tramos en el impuesto de la renta y propiciar la repatriación de parte de los 1,4 billones de dólares(según cálculos de Bridgewater), que las sociedades norteamericanas tienen aparcados por razones fiscales en el extranjero. Para financiar esta reforma se buscan víctimas, la batalla de los lobbies se anuncia épica en el año de las elecciones midterms que renovarán la mitad de la Cámara de Representantes y parte del Senado. Si los republicanos pierden la mayoría, el riesgo del Rusiangate aumentará considerablemente.

No solo impuestos quiere reformar Donald Trump. Por primera vez desde 1935, el presidente (o presidenta) de la Reserva Federal no ha sido reelegido para un segundo mandato. La actual presidenta, Janet Yellen, había sido nombrada para el cargo por Barack Obama. El elegido por Trump es Jerome Powell, un hombre, blanco, rico, que sobre todo abre la incógnita de la politización del principal banco central del mundo. La economía estadounidense está entrando en su décimo año de expansión consecutivo, acelerándose por encima de su potencial con mínimos de desempleo, con la inflación ligeramente al alza. La FED subirá probablemente tipos en diciembre (la cuarta vez en doce meses). Powell tendrá que enfrentarse nada más llegar a una subida de tipos, seguida probablemente de una desaceleración, si no de una crisis. Su credibilidad técnica pero también su independencia pronto se pondrán a prueba. El dólar se está apreciando y el petróleo también, lo que puede ser el preludio de tiempos más difíciles en los países emergentes. Nadie sabe cómo reaccionarán las bolsas de las economías desarrolladas, ahora en máximos históricos, a una subida de tipos en EE.UU. y Reino Unido primero y después en la zona euro. Los tipos de interés a largo plazo siguen indicando poco crecimiento pese a una generalizada recuperación económica mundial, lo que indica que alguien se está equivocando en su análisis.

Norteamérica se siente, con razón, amenazada por una Corea del Norte con capacidad nuclear intercontinental

EE.UU. es la primera potencia económica, financiera, militar y política del mundo. El nuevo presidente, incluso antes de serlo, indicó que America First era su objetivo. La realidad geopolítica ha hecho que las cosas sean más o menos como con cualquier presidente republicano anterior en las relaciones con los aliados europeos y con la OTAN. En Oriente Próximo, Trump dijo que su objetivo era acabar con el ISIS, una meta lograda desde el punto de vista militar, lo que ha reforzado a los aliados de Rusia: Irán y Bachar el Assad. Pero el enfrentamiento entre Irán y Arabia Saudí, entre chiíes y suníes, explota ahora desde Yemen a Líbano, enfrentando a EE.UU con Rusia. Muchos se preguntan si el presidente Trump no está alentando al todo poderoso heredero saudí Mohammed bin Salmán.

Asia, China, Japón y las dos Coreas son tan importantes que estos días ocupan no sólo el más largo viaje de este presidente en la región sino de cualquier otro desde 1991. Viaje que hasta ahora con Japón, Corea del Sur y China visitados marcha bien. Norteamérica se siente, con razón, amenazada por una Corea del Norte con capacidad nuclear intercontinental. No es fácil, puede que ni factible, una solución militar. La solución diplomática pasa por China. El precio es, al menos, una península coreana desmilitarizada. Es decir, sin presencia norteamericana por primera vez desde 1950. Además, Japón se convertiría en la frontera militar con China. De momento, los cuatro países (China, las dos Coreas, Japón) se están armando. Trump insiste en venderles las armas a sus aliados. Puede haber mucho dinero, pero también menos control.

Para terminar, el Gobierno norteamericano ha exigido renegociar el acuerdo de libre comercio con sus dos vecinos, México y Canadá, el conocido Nafta. Desde que comenzaron las negociaciones el pasado agosto ambos países han declarado que creen que lo que de verdad parece querer EE.UU es romperlo. Aquí, como en el tratado nuclear con Irán, el Congreso y el Departamento de Estado han repetido que esa es una opción contraria a los intereses estadounidenses. Difícil de entender, como casi todo con Trump. Conflicto, dificultad, imprevisibilidad, son hasta ahora las marcas de la casa Trump.

Se puede dudar que se pueda seguir así otros 12 meses. Pero ya veremos, porque parece que es esto lo que le gusta.